Acabábamos de pedir una copa de vino y un plato de ceviche peruano y entonces mi celular vibró sobre la mesa. Escuché el parlamento más extraño de mi larga vida: "Señor, intentaron robarme el coche y los maté. Acabo de matar a dos ladrones".
Era el Mayor, un militar retirado que trabaja conmigo desde hace cosa de tres años.
Me levanté, salí a la calle y le pedí que repitiera lo que acababa de decir. "Me apuntaron a la cara. Los herí. Creo que los maté", explicó el Mayor. Le pregunté dónde estaba. No se habían escuchado disparos. En las afueras del restaurante Los Primos, en donde yo había quedado comer con el periodista Ricardo Raphael, el Mayor no halló lugar para estacionarse. Tuvo que hacerlo una cuadra más allá, en Francisco Márquez. Se trata de una calle con camellón, y con al menos una de sus banquetas oscurecida por una fila de árboles.
Le conté a Ricardo lo que acababa de oír. Salimos corriendo del restaurante, sin atender el saludo de dos amigos que comían en mesas vecinas. No sé qué cara llevábamos, pero un hombre que pedía tacos en un puesto ambulante nos dijo: "Es ahí, a la vuelta".
Hay veces que uno cree estar soñando y esta fue una de ellas. Al doblar la esquina hallé, en ese orden, a un hombre de chamarra azul tirado en la banqueta junto a una pistola escuadra, la portezuela de mi auto abierta, al Mayor con el teléfono en la mano intentando marcarle a alguien -luego supe que marcaba el número 911 - y más allá a un hombre regordete, de pantalón amarillo, que yacía boca abajo en medio de un charco rojo de sangre.
El hombre de chamarra azul, que se hallaba a centímetros de la pistola, se movía como si despertara de un mal sueño. Yo también he visto esas películas en las que alguien aparta con el pie la pistola de un criminal caído. Quise hacerlo, pues pensé que aquel sujeto podía tomarla y abrir fuego contra las personas que estaban ahí -ya eran decenas y contemplaban pasmadas la escena, pero alguien, no sé si el Mayor o Ricardo Raphael, me dijo que no moviera nada.
El Mayor me explicó lo que había pasado. Se estacionó en la calle. Por el calor bajó las dos ventanillas delanteras. Pasaron 20 minutos o media hora. Entonces se acercó por el lado del copiloto el hombre de la chamarra azul y lo encañonó. "Valiste madre, bájate, me voy a llevar el coche". Al mismo tiempo, el hombre del pantalón amarillo quiso abrir la portezuela trasera. El Mayor traía su 9 mm. debajo de la pierna derecha.
Como todos, me he preguntado a veces cómo voy a reaccionar ante un hecho inesperado. A veces lo hago de una forma y otras veces de otra. Algunas veces soy prudente. Algunas otras me indigno y me dejo llevar. El Mayor pasó 35 años en el Ejército. Pensó que si el hombre de la chamarra azul bajaba la vista por un segundo, y descubría la cacha del arma bajo la pierna, había una alta posibilidad de que le disparara. Así que reaccionó.
Empuñó el arma, le disparó en la cara al hombre que lo encañonaba (la bala le atravesó el maxilar) y luego abrió fuego contra el hombre del pantalón amarillo que intentaba abrir la puerta trasera. El de azul giró sobre sí mismo y cayó. El otro avanzó unos pasos y también se desplomó.
Fui una de las últimas personas que lo vio con vida. "Todavía está respirando", me dijo uno de los curiosos. Me acerqué a él, y aún no descubro para qué.
Para verlo morir. Porque boqueaba en su propia sangre. Parecía un pez gigantesco intentando respirar mientras la sangre le salía por la nariz y la boca, y se le iba por la banqueta. De repente quedó quieto. Extrañamente quieto. "De nuevo estoy aquí", pensé, pues todo aquello me hizo recordar otras cosas. Las otras dolorosas cosas.
Marqué al 911 y la llamada no salió: fallaba la señal. Mandé un mensaje a la Secretaría de Seguridad Ciudadana para decir que nos habían tratado de robar y que el Mayor había herido, tal vez matado a dos personas; para pedir que enviaran una patrulla.
Eran casi las cuatro de la tarde. Sonaron las sirenas, llegaron periodistas, cámaras y más mirones. El Mayor entregó su arma y su licencia para portarla. Yo había ido a comer a la Condesa y ahora caminaba con la mejor persona que he conocido en los últimos años rumbo a una patrulla, al cubículo de un ministerio público apabullado de trabajo, carpetas, expedientes, detenidos, quejosos, gente que entraba y salía llevando en carne propia a la ciudad sangrienta: el arranque de año más violento en al menos 20 años.
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