miércoles, 3 de diciembre de 2014

Los migrantes que no importan en #NuevoLaredo tierra de Zetas

Nuevo Laredo, Tamaulipas - De no haber encontrado a Julio César, esta crónica hablaría de que en el río Bravo o se muere ahogado o se paga a un coyote.

Los cadáveres hinchados que yacían atorados en las rocas y los intentos desesperados de los migrantes que por poco terminaban de esa manera hablaron de un cruce desesperado. Un intento sin fundamentos: saltar al río y nadar, hasta ahí llegaban esos planes.

 Lo dicho, hasta que conocimos a Julio César, un migrante precavido. Un centroamericano con un plan. Un hondureño que nos enseñó que la paciencia y el sacrificio marcan una diferencia entre dejar decidir al río Bravo o tomar el destino por los cuernos.

El río Bravo devolvió otros dos cadáveres la semana pasada. Aparecieron atorados entre dos piedras cercanas entre sí, en una zona conocida como El Resbaladero. Un pescador los encontró. Nadie sabe hace cuántos días se habían ahogado, pero estaban hinchados, con la carne reblandecida y blanquecina. Amarrada con un mecate a la cintura de uno de los cuerpos había una bolsa de plástico, adentro varias otras, y más adentro sus documentos. Era hondureño. Eso decía su pasaporte. Era un migrante. Se ahogó en el intento.

Los cadáveres salieron a flote en el mismo sitio donde han salido muchos más: justo detrás del albergue de Nuevo Laredo. Si los hondureños hubieran logrado llegar a la otra ribera habrían llegado a Laredo, territorio estadounidense. El caudal que los mató es el mismo que impide que las dos ciudades se toquen. Si bien el río Bravo ocupa 1,455 kilómetros de los 3,100 que dividen los dos países, éstas son las ciudades referentes cuando se habla de cruzarlo. Aquí se enfrentan al río. El cauce es profundo, las aguas son verdosas y hay fuertes corrientes y remolinos, pero también mucha espesura en la orilla estadounidense, lo que ofrece kilómetros de escondite. Aquí el río funciona como un muro natural. Y muchos de los que no lo logran atravesar terminan hinchados, reblandecidos y blanquecinos.

En Nuevo Laredo, la diferencia entre saber y no saber es para un migrante un factor determinante. La diferencia entre lanzarse al río en cualquier lugar a patalear con una bolsa amarrada, y ubicar una zona de pocos remolinos y poca profundidad es lo que decide si el viajero llega a Estados Unidos o se convierte en una masa de carne deformada.

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Son las 5 de la tarde de este día de noviembre, y los migrantes regresan al albergue administrado por sacerdotes scalabrinianos. Vienen de cargar camiones con arena, de levantar muros o de vender diarios en los semáforos. Las reglas del albergue sólo permiten estar en la casa de cuatro de la tarde a siete de la mañana.

Hoy hay unos 60. La mayoría son hondureños, seguidos en número por los guatemaltecos y salvadoreños. El muchacho negro y esquelético sentado lejos de los demás, con sus hombros inclinados hacia delante y la cabeza oculta entre sus piernas, es el único dominicano en el albergue. Entre burlas, los demás me recomiendan hablar con él. "Ayer lo intentó a lo pendejo, y casi se lo lleva el río", me dice entre risas un hondureño joven.

El dominicano se llama Roberto, tiene 96 años, una mujer y tres hijos, de ocho, cinco y tres años que, a dieta estricta de frijoles, lo esperan en su isla a él o a los dólares. Era busero antes de salir de su tierra, hace un mes. Ganaba unos 867 dólares mensuales. Es, de todos los que están aquí, el que más ha viajado para llegar. Pidió prestado a varios amigos y pagó un vuelo de República Dominicana a Ciudad de Guatemala, donde no necesita visa para entrar. A partir de ahí, migró como centroamericano: en autobuses de tercera, a pie y en el lomo de varios trenes, hasta llegar a Nuevo Laredo, luego de haber sido asaltado seis veces, cinco de ellas por policías mexicanos. Su viaje casi termina ayer, cuando el sol se ocultaba, y él escupía bocanadas de agua y luchaba contra la corriente hasta tocar de nuevo la ribera mexicana, exhausto.

Lo paradójico es que Roberto descartó la opción de migrar a Puerto Rico, el país vecino y más próspero, porque no quería ahogarse. A esos países los divide el Canal de la Mona, 128 kilómetros de océano Atlántico que los dominicanos cruzan en lanchas de motor rápido que viajan con sobrepeso y muchas veces naufragan.

—¿Te fracasó tu plan de ayer? —pregunto.

—¡Qué diablos! Vale, si yo no tenía ningún plan —se suelta a contar su intento de cruce. Es que ya llevo tres días aquí y ya estoy harto de vender periódicos de siete de la mañana a tres de la tarde para ganarme seis pesos al día, y ayer me lancé. Me bajé con otras 13 personas por la parte de atrás del albergue, y llegamos al río. Eran como las cinco de la tarde. Ahí estuvimos viendo para el otro lado un rato. Hasta que yo me puse a rezar y me tiré a nadar. Los demás se vinieron atrás. Pues nada, vale, que la corriente me arrastró varios metros, pero logré llegar con esfuerzo al otro lado, pero cuando veo para arriba, uno de esos policías enciende su luz, y nos ilumina, y yo me echo para atrás, pero ya iba cansado, y casi me ahogo en ese regreso. Sentía que no iba a poder llegar. Había tragado mucha agua.

Rezar y nadar. Ésa fue su estrategia para intentar entrar a Estados Unidos.

—¿Y qué le pasó a los demás?

—Unos tres siguieron para adelante. Los habrán agarrado. A los demás la corriente los arrastró más que a mí, y no los volví a encontrar en la orilla ni han vuelto por aquí.

No sería raro que en los próximos días el río Bravo devuelva más cadáveres.

Según el Centro de Estudios Fronterizos y de Promoción de los Derechos Humanos, ubicado en Reynosa, donde aún corre el río Bravo, cada año desde 2005 han aparecido más de 70 cadáveres en diferentes puntos del afluente. Los voceros del centro que se dedica a reunir datos entre los albergues de la frontera reconocen que son cifras parciales y creen que están muy por debajo de las reales. El río atraviesa muchos kilómetros de riberas deshabitadas donde ocultar un cuerpo entre la maleza.

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El albergue de Nuevo Laredo tiene, como todos los de México, ese punto en el que parece un campo de guerra tras una escaramuza. Un mexicano joven camina por el salón vendado de la cabeza y con el ojo morado. Es un deportado de Estados Unidos que, después de cobrar el dinero que sus familiares le depositaron para que regresara a su natal estado, unos asaltantes le robaron los 1,700 dólares y le reventaron la cabeza con la culata de una pistola. Otro salvadoreño de 44 años se aplica ungüento para aliviar el dolor muscular causado por la torcedura de tobillo que se provocó hoy a orillas del río.

Julio César fuma un cigarro, y dos de sus hijos corretean alrededor. La primera vez que los encontramos fue en Ixtepec, al sur de México, a dos mil kilómetros de Nuevo Laredo. Fue hace un mes y medio, y tanto el fotógrafo Edu Ponces como yo pensamos que no lograría ni llegar cerca de la frontera con Estados Unidos. Él, un albañil de 25 años, no viaja solo. Lo acompañan Jéssica, su esposa de 22 años, y sus tres hijos: Jarvin Josué (7), César Fernando (5) y Jazmín Joana. Ella es la más pequeña de los tres. Nació hace dos meses. Nació en el camino, mientras migraban, y casi muere en la primera aventura de su vida, cuando se le escapó de los brazos a su madre mientras viajaba en el techo de un tren de carga. Por suerte, Julio César logró atraparla. Y ahora aquí están todos juntos.

Cuenta Julio César que desde Ixtepec viajaron sólo en autobuses. "No iba a arriesgar otra vez a la niña", explica. Tomaron unos 15 autobuses distintos para llegar aquí. Le apostaron a los tramos cortos, para evitar las carreteras principales y los retenes. Es un hombre previsor. Hace mapas, anota rutas, pregunta y sabe esperar.

Estos días está estudiando "la pasada del río". Él ya lo hizo dos veces por Nuevo Laredo. En 2005 lo intentó solo, como el dominicano, pero la Patrulla Fronteriza lo detuvo nomás pisó suelo estadounidense y lo deportaron. En medio de la maleza de la ribera norte, los patrulleros se esconden para que los que intentan cruzar no aborten su intento. Prefieren atraparlos antes que evitar que se lancen, porque saben que lo intentarán luego, quizá por otro sitio donde no haya un patrullero o una cámara que los detecte.

En su segundo intento, Julio César pagó 1,200 dólares, que le envió un amigo desde Estados Unidos, y un coyote le enseñó una ruta alejada del centro urbano, por donde pasó y logró trabajar un año en aquel país, hasta ser deportado tras una redada en la obra que estaban construyendo en San Antonio, Texas.

Ahora no tiene dinero para un coyote y va a hacerlo por su cuenta, confiado de su memoria. "Quiero ir a inspeccionar la zona por la que él me llevó en 2005 y ver cómo está la corriente y si hay vigilancia, porque en enero me voy a tirar yo solo, para juntar dinero y mandar a traer a Jéssica y a los niños", explica su plan.

Ésa es la diferencia de Nuevo Laredo. Es lo que diferencia a Julio César de Roberto. Uno se lanzó en la parte más crecida porque era la más cercana al albergue. Se lanzó en la parte más vigilada y casi muere en el intento. Julio César lo hará en enero, luego de ir a estudiar un punto del río que, dice convencido, suele estar menos crecido. La diferencia entre saber y no saber.

Antes de despedirnos, acordamos con Julio que nos deje acompañarlo en su expedición, y decidimos hacerlo pasado mañana.

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Afuera del albergue hay siete vendedores de droga que también son enganchadores de El Abuelo. Se comunican con radios, hablan con los agentes de la Policía Municipal que llegan y se despiden chocando palmas y puños.

El Abuelo es el señor de los polleros que suben por la ruta cercana al Atlántico, la que atraviesa los estados de Tabasco y Veracruz antes de alcanzar Reynosa y Nuevo Laredo. Es la ruta de los secuestros, aquella en la que los coyotes que no pagan se arriesgan a que Los Zetas les quiten su grupo para pedir rescate por ellos: entre 300 y cinco mil dólares por cabeza. Secuestros exprés les llaman. El Abuelo y sus secuaces no corren con ese problema. Desde Nuevo Laredo, ciudad base de distintos líderes zetas, él acuerda con ellos el paso de sus coyotes. Si es un grupo de El Abuelo, no tendrá problema con Los Zetas para llegar hasta esta ciudad bordeada por el río Bravo.

Un nuevo día ha pasado, y la rutina del albergue sigue igual. Dan las cuatro de la tarde, y los migrantes empiezan a amontonarse en la acera de enfrente.

Ahí está Armando, un salvadoreño de 25 años. Es uno de esos viciosos del camino a los que cuesta entender. Él lleva desde los 12 años vagabundeando por México, sube hasta su frontera, trabaja en lo que sale, y regresa a El Salvador cada vez que se le antoja. Su motivación la resume con una palabra: vacil. Dice que se aburre de estar en un solo lugar, que de niño subió para intentar cruzar y que poco a poco se fue enganchando a esta vida errante. Se envició de un camino de asaltos, violaciones, mutilaciones y secuestros. Cuesta entender a los migrantes como Armando, pero hay varias historias similares. Conocen a la perfección los riesgos, pero hay algo en su perversión que les resulta atractivo y que los vuelve adictos a sus dosis de adrenalina. Entre estos personajes Los Zetas encuentran a muchos de los centroamericanos que ocupan como espías en los trenes.

Asegura que hace apenas un mes vio un cadáver mientras inspeccionaba el río: "Flotaba allá por el parque Viveros —explica—, y eso les pasa porque la mayoría de los que se avientan aquí lo hacen a la loca, sin buscarle mucho. Y una de dos: o sólo van a caer enfrente de los de la Migra o se ahogan. Yo sé por dónde cruzarme, dónde no es tan hondo, pero no quiero ir a Estados Unidos". La diferencia entre saber y no saber.

En los 14 kilómetros de río Bravo que separan Nuevo Laredo de Laredo hay dos lanchas que patrullan, tres cámaras de vigilancia de largo alcance y con visión nocturna, unos 20 reflectores y sensores de movimiento. Por eso lanzarse en un punto u otro marca la diferencia entre llegar a los brazos de un agente o probar suerte por una zona fuera del casco urbano, menos vigilada. Este último es el plan de Julio César.

La conversación con Armando se ve interrumpida por el jefe de la pandilla de vendedores de droga y empleados de El Abuelo. Es un tipo de unos 25 años, con el tatuaje de un dragón en su cuello. "Hey, ¿para qué es esa cámara?", pregunta a Edu, quien le explica que es para sacar imágenes de los migrantes. Luego le dejamos claro que lo que él haga en esa esquina no nos interesa y fotografiarlo mucho menos. "Un 28", dice por su radio. Y se va.

Sigue la plática con Armando y otros tres migrantes que se han sentado a nuestro lado, pero de un momento a otro nos rodean el del dragón en el cuello y otros dos de su grupo. "Hey, qué chingona esa cámara, préstamela", dice uno a Edu, que se niega a entregarla. En ese momento, un coche rojo se parquea atrás y termina de cercarnos. "¡No les estés preguntando, súbelos!", ordena el gordo que va al volante, y los cuatro tripulantes del carro se bajan. Nos ponemos de pie y nos alistamos a correr, pero el del dragón en el cuello suelta una risotada y nos dice: "Tranquilos, tranquilos, no los vamos a secuestrar". Sólo querían advertirnos de que estábamos en su zona. Darnos un susto para que supiéramos lo que puede ocurrir.

Después de eso, se separan y empiezan a mezclarse entre la treintena de migrantes sentados en la acera. Pregonan su oferta: "¡Con El Abuelo, con El Abuelo, 1,800 dólares hasta Houston! Te damos comida, agua, zapatos y te pasamos en lancha. Vengan los que se quieren ir seguros". A uno de los que estaba con nosotros le vuelve el color al rostro: "Pensé que nos iban a secuestrar", susurra.

El secuestro es una realidad cada vez más presente en esta ruta, y mucho de lo que ocurre al sur se maneja desde dos ciudades fronterizas con Estados Unidos: Nuevo Laredo y Reynosa. En estas zonas por donde miles de migrantes se mueven cada mes, los criminales son los dueños del terreno, las autoridades sus cómplices en muchos casos, y sus actividades se gritan por las calles como si de vender tomates se tratara.

El 83% de las denuncias recabadas por el Centro de Derechos Humanos del albergue en el rubro de autoridades corruptas acusan a los agentes de la Secretaría de Seguridad Ciudadana de Nuevo Laredo. Esto es lo recogido por el centro en sólo tres meses, de junio a agosto de 2009. Es lo que 477 migrantes relataron. Golpes, detenciones arbitrarias, secuestros y robo. El 83% eran de Honduras, Guatemala y El Salvador.

"Ésta era una zona tranquila antes de que el albergue fuera construido. Cuando se construyó se convirtió en una zona de narcomenudeo y de tráfico de personas. Se vive una situación muy fuerte. La policía está coludida con los polleros y los narcotraficantes. Aquí en esta zona opera El Abuelo, que cruza centroamericanos. Él hace un buen trabajo, ilícito, pero a quien le paga le da alguna garantía de que lo cruzará. Hemos mandado cuatro oficios a la municipalidad, solicitando mayor vigilancia alrededor de la casa", explica José Luis Manso, encargado del centro.

Tres de los oficios nunca fueron contestados. Al cuarto les contestaron con la promesa de mayor presencia desde la Secretaría de Seguridad Ciudadana, esa que los migrantes identifican como su principal enemiga entre las autoridades locales. Hasta ahora ninguna medida de las prometidas se ha cumplido, dice Manso.

El albergue sigue enclavado en una zona de alto riesgo. Para describirla, Manso relata un hecho ocurrido hace cuatro días. Un asesinato: "Fue atrás del albergue. Vino la Policía Ministerial a tocar la puerta por la noche, de forma muy violenta. Querían información porque les habían dicho que hubo una riña entre pandillas, una mexicana y otra centroamericana que se dedican al atraco. Murieron dos centroamericanos, y otros dos están heridos de gravedad en el hospital. Lo curioso es que, si hubo dos pandillas involucradas, sólo hubo detenidos de una, lo que me hace pensar que los centroamericanos muertos y los heridos eran más bien migrantes que se resistieron a ser asaltados".

Entre una colonia de narcomenudistas y una de las zonas ribereñas más peligrosas del río, la ubicada en el parque Viveros, a un costado del albergue, está sobre un polvorín.

Manso dice que la mayoría de los centroamericanos intenta cruzar el río por su cuenta: "Por falta de dinero se cruzan nadando o pagan por un neumático para cruzarse, y es cuando ponen en riesgo su vida".

Elijo un migrante al azar dentro del albergue. Tiene 41 años y es guatemalteco. Le pregunto si contratará coyote. "No hay dinero", responde. Le pregunto si conoce el río. "No", contesta. Le pido que me explique cómo piensa cruzarse. "A la buena de Dios", resume.

Antes de salir del albergue acordamos con Julio César que mañana nos veremos temprano en el céntrico parque Hidalgo para iniciar la expedición. Los maleantes siguen ahí, en su esquina, a la espera de clientes. Ríen con descaro cuando nos ven. Nos dejan en paz. Abordamos el bus.

***



Estamos en el parque Viveros, el punto donde la semana pasada aparecieron los dos cadáveres hinchados. Dos hombres pescan. El río es hondo en esta parte, y la corriente arrastra con fuerza el agua fría que se mueve entre las riberas igual de enmontañadas.

El río Bravo no pertenece a ninguno de los dos países; un convenio firmado por etapas en la primera mitad del siglo pasado permite a cada país usar una cantidad de su agua. Aquí, más cerca de su desembocadura que de su nacimiento, ha sido ya alimentado por sus tres afluentes más caudalosos: el río Pecos desde el norte, y los ríos Conchos y Sabinas desde el sur. Es ancho como un campo de fútbol y la corriente es fuerte, incluso arrastraría varios metros a un experto nadador.

Uno de los pescadores nos advierte mientras intenta sacar bagres del río: "Cuando empiece a oscurecer, váyanse. Esos montes de ahí los ocupan los que venden drogas para hacer sus transacciones en la noche, y los malandros para esperar a alguno que venga a intentar pasar". Le hacemos caso y nos vamos a esperar que amanezca para buscar a Julio César.

Tal como dijo, a las ocho en punto de la mañana Julio César ya está sentado en el parque Hidalgo. "Vamos, hay que tomar un autobús", nos explica. La zona que quiere inspeccionar está en las afueras de la ciudad, en un área conocida como El Carrizo.

El autobús cuesta diez pesos y tarda en partir. Esperamos 40 minutos antes de que el empleado de la estación anuncie la salida de la unidad que va hacia el kilómetro 18.

Recorremos 30 minutos en la periferia de la ciudad, por la carretera que desciende desde Nuevo Laredo hasta Monterrey. Ahí, saliendo de una colonia aún sin terminar, con calles de tierra y casas clonadas a medio construir, el autobús se detiene en plena autopista, y Julio César indica que es momento de bajar.

Del otro lado de la carretera hay dos calles de tierra paralelas que forman una T con la autopista. Julio César señala la de la derecha, la más pequeña, la menos transitable para un vehículo. "Por ahí —indica—, por la otra suelen pasar patrullas del ejército."

No hace falta preguntar el porqué de la presencia de los militares aquí. Las matemáticas de estas zonas siempre resultan en lo mismo: frontera, caminos recónditos y patrullaje del Ejército indican que se transita por una ruta del tráfico de drogas.

Llevamos 30 minutos de caminata sobre brecha abandonada. El sol calcina, a pesar de que la temperatura en este invierno rara vez supera los 27 grados centígrados. Alrededor del sendero sólo hay breña seca y mozotes que se adhieren a la ropa.

Julio César camina mientras intenta recordar: "Sí, sí, de ese ranchito me acuerdo, ahí nos regalaron agua cuando me pasé en 2005". Poco a poco nos vamos enterando de por qué conoce Nuevo Laredo. La diferencia entre saber y no saber es algo que se gana a fuerza de paciencia y trabajo.

Cuando en su primer intento de 2005 Julio César fracasó en manos de la Patrulla Fronteriza, se dio cuenta de que tenía que encontrar un sitio menos vigilado, para que el coyote no pudiera engañarlo y lo llevara por un lugar donde la captura sería lo más seguro. Entonces decidió ponerse a trabajar con El Veracruzano.

El Veracruzano es un personaje conocido en Nuevo Laredo y alrededores. Este hombre de treinta y tantos años vive cerca del parque Viveros, en una pequeña choza de lámina repleta de neumáticos.

Cobra 200 pesos por pasar el río Bravo. Julio César se convirtió en su mano derecha. Él cruzaba el río asido a una soga que mantenían atada en un árbol del lado estadounidense. Al llegar a la otra orilla, tiraba del neumático donde iba el migrante. El Veracruzano y Julio César se dividían los 200 pesos a la mitad, y su servicio era un seguro contra el ahogamiento, pero no contra la detención por parte de los patrulleros. El mismo Julio César asegura que él no intentaría pasar por los dominios de El Veracruzano, porque una cosa es poner un pie en la otra orilla y otra muy diferente es llegar hasta San Antonio, Texas, la ciudad a la que se dirige la mayoría de los que hacen el intento por Nuevo Laredo.

Poco a poco, Julio César se fue ganando la confianza de El Veracruzano, y juntó el dinero para pagar al coyote. "Nunca pasábamos a menos de 15 a la semana", dice. Eso es al menos 1,500 pesos semanales. Y fue entonces cuando El Veracruzano empezó a hablarle de zonas en la periferia de la ciudad por donde había menos vigilancia, y el río se partía por pequeñas islas que hacían que la profundidad fuera menor. Esto es algo que El Veracruzano guarda con recelo porque su difusión acabaría con su negocio de neumáticos y lazos. Fue entonces cuando Julio César se enteró de El Carrizo, y supo que le diría a su coyote que por ahí quería pasar.

Ha pasado otra media hora y hemos abandonado la senda de polvo para descender entre unos matorrales y meternos en ranchos privados. Llegamos a la puerta de uno de esos ranchos, donde un señor, el primer ser humano que vemos en el camino, escucha música a todo volumen. Le hacemos señas, y se acerca amable a responder nuestra pregunta. "¿Vamos bien para el río?". "Sí, sigan por esa senda de la derecha, pero vayan con cuidado. La semana pasada, los asaltantes mataron a un migrante y su pollero por ese lado".

Ésta es ruta de los que saben, ruta de coyotes y migrantes pacientes, pero también es un camino alejado de la ciudad, un sitio perfecto para los asaltos. En 2005 cuando iba con su coyote, Julio César fue asaltado por dos enmascarados que actuaron como actúan los delincuentes de La Arrocera: lo desnudaron para buscar el dinero hasta en los pliegues de los calzoncillos.

Al poco tiempo Julio César entra en otro rancho. Quiere agua. No se da cuenta de que en esa casa hay ocho militares con sus fusiles de asalto AR-15 que nos ven con recelo, como a cualquiera que transite por estas calles. Lo registran de pies a cabeza y le ordenan que nos llame. Nos piden los documentos y nos revisan las mochilas. Saben que Julio César es indocumentado, pero también que nosotros somos periodistas, y un militar no está facultado en este país para detener a un migrante.

"Perdón, pero buscamos droga. Mucha pasa por aquí", nos dice uno de los soldados. Y se despide con una advertencia: "No se acerquen al río, ahí asaltan".

Tras otra media hora de caminata entre monte y más monte, escuchamos el sonido del agua. Bajamos por una pendiente más inhóspita que el resto del camino, hasta llegar a las lodosas márgenes del río Bravo. "Por aquí", dice Julio César con una sonrisa en los labios. Lo logró. Su paciencia, su espera y sus consultas dieron resultado. Ha encontrado el lugar por el que a finales de 2005 pasó con su coyote.

Se sienta, observa un mapa que él mismo ha trazado en un papel, pasea la larga uña de su meñique sobre la hoja, y comienza a dar cátedra de migración: "La onda aquí es pasar de noche. Ya del otro lado, tendrás que caminar siete horas hasta Laredo, Texas. De ahí, tenés que ponerte una muda de ropa limpia, para parecer una persona decente. Y tenés dos opciones. Una es meterte rodeando carreteras, pasando por Cotula (un pequeño poblado de Texas) a pedir agua y comida porque tendrás que caminar entre cinco y siete noches hasta San Antonio. La otra opción es meterte en los vagones del tren de carga que viaja del otro lado. Ése va derechito de Laredo hasta San Antonio y en unas horas llega, pero pasa por retenes donde tienen perros para que te huelan. Si te arriesgás tenés que ponerte mucho ajo o pimienta para espantar al perro, porque el policía no se sube a los vagones, sólo va guiando al perro con la voz. Ya en San Antonio, la hiciste".

Pero su expedición aún no finaliza. Hay que saber si el caudal no cubre a Julio César, porque con la fuerza de la corriente a esta altura del río sería muy difícil nadar.

El agua está fría. En medio del río, un desnivel de tierra divide en dos el caudal y permite descansar en el medio. Es curioso. Éste es el famoso río Bravo, el que tantas vidas se ha cobrado, y cruzarlo nos toma sólo unos minutos, sin dejar nunca de tocar fondo. Sin duda, Julio César sabe lo que hace. En la parte más profunda, el agua nos llega abajo del cuello, y solo en esos puntos es complicado avanzar debido al empuje de la corriente. Nos detenemos un rato junto a las plantas de maíz que están del lado estadounidense, para descansar un momento. Nos sostenemos de las matas. Descansamos. La profundidad es poca, pero la corriente es poderosa y las piernas resienten el recorrido. Luego volvemos a la ribera mexicana.

"Por aquí me voy a aventar", dice sin rastro de duda Julio César, mientras subimos la pendiente para llegar hasta el único rancho que divisamos por este lado. Queremos agua.

La música norteña suena a todo volumen en el rancho. Es un corrido que habla sobre un patrullero estadounidense que cayó a manos de un traficante de drogas al que le había decomisado su cargamento. Nos acercamos mientras anunciamos con gritos nuestra llegada, para no sorprender a nadie. Nos saluda un granjero que lucha para reparar una segadora. Baja el volumen a la música y entonces le pregunto si desde su propiedad, que por su elevación es como un mirador hacia el río Bravo, no le ha tocado ver a muchos migrantes morir.

—Morir no —responde—. Ya muertos sí.

Julio César se empina la botella de agua para aliviar la resequedad de la garganta y afrontar la caminata de regreso.

—¿A qué se refiere? —insisto al granjero.

—Es que aquí no se mueren, aquí no es muy profundo el río, salvo en época de lluvias.

Julio César tiene pensado pasar en enero. Las primeras lluvias riegan Nuevo Laredo allá por abril.

—¿Pero ha visto muertos? —pregunto de nuevo.

—A cada rato —explica.

—¿Qué tan seguido?

—He visto dos en estos dos meses. Se quedan atorados en la islita de tierra que hay en medio del río, pero es gente que intentó pasar allá por la ciudad. El río los arrastra hasta aquí. La semana pasada la lancha de la Policía sacó el último de esos dos cadáveres. Estaba todo hinchado ahí en la playita.

Julio César indica que es hora de irnos, antes de que oscurezca. Su expedición ha terminado. Esperará el momento indicado. Sabe que la prisa es riesgo. Así es en Nuevo Laredo la diferencia entre saber y no saber.

Tomado de el Libro Los Migrantes que no importan

Es un libro brutal que reúne testimonios de mexicanos y centroamericanos que han decidido arriesgar su vida para llegar a Estados Unidos, e intentar salir de la miseria en la que viven. Historias de todos los días, que se convierten en fenómeno cuando una de estas personas sobrevive para contarlo. Las brutales crónicas de Los migrantes que no importan, de Óscar Martínez, se suma a la obra de periodistas que buscan contar las historias de quienes no tienen voz. Este libro fue publicado por la editorial independiente oaxaqueña, Sur +, en colaboración el diario digital El Faro de El Salvador.

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